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Ellos viajan deprisa. Nosotros les damos caza


Papelería

No recuerdo realmente ser niño, pero sí estar rodeado de bolígrafos, de cartulinas, de tijeras y pegamento. Gomas elásticas y de borrar. Reglas, escuadras, cartabones. Y libretas. Libretas de inventario, de pagaré y recibí, de bolsillo para restaurantes. Libretas en blanco posts oficinas, libretas de escuela infantil con anchas líneas. Y libretas de recortes.

Vivíamos en una pequeña ciudad llamaba Carpineto Romano, y mis padres tenían una papelería en la que se concentran casi todas mis sensaciones de infancia.

Creo recordar que no había mucha diferencia, para mí entre jugar en el suelo de la cocina o en el de la librería.

Me parece que mi padre fumaba en pipa, porque tengo una imagen de él con una en la mano, rodeado de humo, ante un estante dividido en múltiples cuadrados de madera de los que asomaban las cabezas de bolígrafos y lápices, y plumas de colores.

Tengo una imagen concreta que quizás sea una mentira inventada por mi cerebro para calmar al niño que fui, o al adulto que he llegado a ser. Tengo la imagen de mi madre recogiendo los recortes de papel y habiendo pequeñas libretas con ellos. Me parece que tuve una, de color azul cielo, y que me gustaba llenar cada milímetro de sus hojas con colores, garabatos como palabras inventadas. Mi hermana lo recuerda también, así que quizás sucedió de verdad.

Quizás por eso, cuando estoy trabajando, como ahora que estoy esperando el comienzo del ruido en una calurosa ciudad centroamericana, destaca entre otras herramientas menos amables de mi oficio una libreta. Es un objeto vanidoso, de sólido diseño y cubierta resistente al agua. He tenido decenas como esta, siempre la misma marca, y todas corren el mismo fin. Cuando termina el trabajo, se digitalizan y el objeto físico se vuelve humo. En los diez años que llevo en esta profesión siempre llega un momento en que estas pequeñas memorias externas me recuerdan a las libretas de recortes que hacía, creo, mi madre.

 

 

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